miércoles, 15 de enero de 2020

El repartidor de niebla


Este artículo lo publiqué en el número especial de la revista literaria “Puerta de Purchena” dedicado a Pilar Quirosa – Cheyrouze, de cuya muerte se cumple un año.
Pilar Quirosa - Cheyrouze. Foto: Martínez Clares.
Los partos son un capricho de la biografía: que uno nazca, por poner el caso, en el Tetuán del medio siglo; que tu nombre descanse sobre un pilar indestructible; que algunos de tus apellidos se peinen a lo garçon; o que tengas que llegar hasta un rincón de un país arrinconado para iluminar todas sus sombras con la luz de tu palabra, lo confirman. Por eso, desde aquel primer aliento africano el porvenir tuvo que aliarse con el azar para que Pilar Quirosa-Cheyrouze acabase siendo, con el tiempo, una poeta de la ciudad celeste. Pilar ha sido -disculpen si, como a mí, les resultan odiosas algunas formas del pretérito- una luz en esta ciudad de la luz. Ha sido una luz sin haber tenido nunca la vocación de serlo, sin haberse alistado en corriente alguna ni haberse bebido los posos de todas y cada una de las generaciones a las que ha sabido sobrevivir, sin necesidad de controlar los medios ni de echar las redes ni de ensayar su inenarrable sonrisa ante el espejo. La sonrisa de Pilar siempre estuvo en su mirada. Y, para eso, no hay ensayo ni método ni Stalisnavsky que valga. Tiene gracia que, sin haberlo pretendido nunca, Pilar Quirosa-Cheyrouze haya marcado la vida literaria de nuestra ciudad durante los últimos lustros. Tiene gracia porque Pilar nunca conoció el divismo. Tampoco lo buscó. No se puede buscar lo que no se conoce. La especialidad de Pilar, en cambio, siempre fue el amor humano. El amor por los errabundos, por los náufragos y por las causas perdidas que, por cierto, son las únicas que a todos nos conciernen. Pero más allá de su poesía social, comprometida y humanista, yo, como otros muchos, tengo que agradecerle en primera persona su capacidad de entrega a los demás. ¿Quién se acordará ahora de nosotros? ¿Quién nos llevará de la mano a todas partes, nos reunirá y pondrá nuestros versos frente a frente? ¿Quién presentará nuestros libros y nos dedicará unas líneas en la prensa? ¿Quién de entre vosotros hará tanto por nosotros sin pedirnos nada a cambio? Llevo a cuestas la certeza de no haber estado nunca a la altura de las atenciones de Pilar, de no haber sabido responder a su asombroso amor humano. El amor como antídoto contra el veneno de la vanidad. A ese amor dedicó Pilar Quirosa-Cheyrouze toda su vida y, por vergüenza torera, toda su obra. A ese amor que en ella discurrió sin arquetipos ni fronteras, libre como un viajero que surcase el tiempo de los momentos inolvidables, de los relámpagos de la memoria, de los instantes eternos que subsisten -todavía, y ya para siempre- asociados a una canción, a una mirada o a una luz. A su luz. Nuevamente. A su luz que reinaba sin trono en la ciudad republicana de la luz. Tal vez por eso Pilar llenó, desde un principio, sus poemas con imágenes enamoradas y, por ende, también su lenguaje se enamoró de la memoria y de la desmemoria y del paisaje que es el escenario donde todo sucede y todo se olvida. Me refiero al paisaje sin pasión costumbrista alguna, huyendo de la perspectiva romántica de aquellos viajeros románticos que alguna vez tuvieron a bien visitarnos, sino como el único agente que es capaz de moldear los caprichos primeros de la biografía y, a la vez, dejarse hacer. Porque el paisaje sólo existe en los ojos de quien lo mira y Pilar Quirosa-Cheyrouze ha mirado y ha escrito el paisaje de esta tierra y, con ello, le ha dado forma. Jamás el estío fue tan llevadero como entre sus palabras. Poco a poco me voy acercando a la Pilar que yo conocí: el azar, la bondad, el humanismo, el entorno, la memoria. Pero no todo es pretérito en la extensa obra de nuestra poeta. Mirar al firmamento es una manera audaz de mirar hacia el futuro y, a Pilar, siempre le fascinaron los astros. Desde un principio o desde Orión -si así lo prefieren-, Pilar Quirosa-Cheyrouze intuyó que no somos más que el tiempo que nos queda y, tal vez por eso, pese a que su obstinada memoria de poeta se siguiese preguntando libro a libro por aquella niña que se asustaba de las monjas en un colegio de Tetuán, escribía sus poemas desde el presente y sólo para el presente. Porque sus versos no debían ser inútiles, porque la poesía debe servir para algo aunque todavía no sepamos exactamente para qué, los poemas de Pilar siempre nacieron con un fin. Unas veces lo hacían para curarla/curarnos de la enfermedad; otras, del desamor; algunos, incluso, hubo que la/nos salvaron de la muerte. El poeta siempre experimenta en sí mismo las pócimas que sospecha universales. Para ello, el hada de las letras del Sur velaba sus armas en su casa de la Avenida Madrid. Las velaba hasta pulir el estilo que después habría de definir cada uno de sus libros. Cada uno de los libros que ahora, mientras escribo, sostienen los anaqueles más queridos de mi estantería. Avenida Madrid. No en vano ése es el nombre de su tercer poemario, un nombre que ha adquirido, con la ausencia de su luz, el tacto de sus rutinas más preciadas. Hoy, ese título me sobrecoge. No es necesario que incida en ello. Ustedes entenderán perfectamente el porqué. Los mejores libros de poesía sirven, sobre todo, para manifestar la intimidad cósmica de sus poetas. Esta noche, sentado entre recortes de prensa que gritan su nombre, siento que a Pilar le quedaba toda la vida por delante y que los astros, esos cuerpos luminosos a los que tanto quiso, se la han arrebatado. Este desenlace ha sido, sin duda, otro maldito capricho de la biografía. Desde este enero oscuro, ya sólo quedarán el recuerdo de su luz paseando entre la luz de una ciudad iluminada, y el olvido, y el paisaje que trazaron sus ojos y sus palabras, y un incierto porvenir, y el privilegio de existir para siempre entre las páginas de un libro. Allí, abrigada por sus versos, rodeada de sus palabras amadas, entre los suyos, puede descansar tranquila mi amiga Pilar Quirosa-Cheyrouze porque esta noche, mientras le escribo estas líneas inútiles, me cuentan que en su Avenida Madrid ya sólo se escucha al repartidor de niebla. 

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