lunes, 12 de agosto de 2019

VHS


Santiago Jiménez grabando la procesión. Gor, 2010.

Santiago sabe que el mecanismo de la memoria funciona de forma similar al de una cámara de vídeo. Lo sabe porque gracias a ella, a su cámara, lleva décadas grabando, codificando, almacenando y recuperando toda la información sobre nuestro pasado. En eso, su labor se parece un poco a un cerebro de los de antes, uno de aquellos cerebros que nunca habrían presumido de poseer una memoria de pez ni habrían cedido al Efecto Google y sus designios: No se molesten en recordar nada por su cuenta. Desconozco la capacidad de almacenamiento de los discos duros en los que Santiago va depositando cada una de nuestras hazañas cotidianas, pero probablemente supere las limitaciones del cerebro humano, un órgano en franco declive que antes de la era digital -según estimó Carl Sagan- tenía una disponibilidad de información equivalente a diez billones de páginas de enciclopedia, es decir entre 1 y 10 terabytes. Suena muy bien pero puede que se trate de una minucia al compararlo con lo que intuyo que Santiago Jiménez Navarro legará a las generaciones venideras si es que, finalmente, encontramos a alguien que esté dispuesto a sucedernos e, incluso, a recordarnos.
Esta vez, emulando a Santiago, yo también he tirado de archivo para mi sección. Sabrán disculparme por hacerles recordar. La imagen que nos ocupa ya tiene unos cuantos años -pertenece al día 7 de agosto de 2010-, y basta con echarle un vistazo para constatar que, justo antes de la llegada de los smartphones y de los selfies y de los Highs Dynamic Ranges y de los encuadres de dudosa reputación, hubo un tiempo en que proliferaron los artefactos de grabación de imágenes. De ahí que, como por arte de magia, a Santiago le brotasen camarógrafos por todas partes, camarógrafos armados con videocámaras que parecían diseñadas para la eternidad pero que apenas sobrevivieron un par de veranos antes de agotar su obsolescencia. Con frecuencia, la tecnología no tiene piedad con los suyos. Nosotros tampoco solemos tenerla con lo nuestro. Por eso, como si se tratase de cacharros pasados de moda, olvidamos nuestras cosas y nuestros hechos y nuestros gestos y nuestros propósitos, y lo hacemos sólo porque olvidar nos parece algo normal e, incluso, necesario. Pero Santiago no nos lo pone fácil. Santiago cuida de nuestra memoria. Santiago, desde hace años, carga con su JVC para impedir que nuestros datos almacenados se vayan diluyendo por el paso del tiempo y sus efectos. Su labor siempre ha sido una lucha contra nuestra caducidad. Si no me creen, repasen cuando puedan cualquier vídeo de Santiago y acérquense a todo lo que no se ve ni se escucha en la fotografía que nos ocupa. Acérquense al fragor de las calles, y a las promesas nunca dichas de los pies descalzos, y a las velas que cargan con su llama y con su cera, y a la algarabía de los músicos rompiendo la mañana. Acérquense sin reparos, sin un pero que objetar, porque la memoria afortunadamente funciona como una vieja cinta de VHS, una cinta que podemos rebobinar a nuestro gusto cada vez que alcanzamos la certeza de que el futuro no va a ser para tanto.

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